Éranse una vez Candy y Dan.
Todo era muy acalorado aquel
año.
La cera se derretía en los árboles. Sólo estaban ellos dos.
Todo era dorado. La
tarde era de un placer extravagante.
Los últimos rayos de sol del día
endulzaban como tiburones.
Él era guapo y un delincuente muy bueno.
Vivíamos a
base de sol y chocolate.
Él se subía a los balcones. Se subía a todo.
Hacía lo
que fuera por ella. Pobre Danny.
Miles de pajarillos adornaban su cabello.
Su
corazón late como un tambor de vudú.
Una noche la cama ardió. Yo estaba
empapada de rendición.
Irrumpiste en mi vida, y me gustó.
Contigo en mi
interior se produce el matrimonio de la muerte.
Nos revolcamos en nuestro banco
de la felicidad.
Entonces hubo una separación de las cosas, y la Tierra se quedó
a oscuras.
Pero Danny, lo dijiste, prometiste, apuntaste al cielo:
“Esa se
llama Sirio, la estrella perro, pero sólo aquí en la Tierra”.
Cuánto me gusta este zumbido en mis oídos,
de que
sólo se puede amar una cosa y no puedes ser tú.
“Esta vez quiero probarlo a tu
manera”.
A veces te detesto, durante mucho tiempo.
Danny el intrépido. Danny se
perdió.
Mírame, ¿dónde estabas tú cuando todo se fastidió?